domingo, 7 de octubre de 2018

¿POR QUÉ LLORA EL BEBÉ COLORADO? -1º PARTE FINAL


—¿Cuándo vais a venderlo? —decidió ser tajante esa noche, mientras cenaban lomo adobado.
      —Cuando podamos…
     Bernardo fue bajando la voz mientras subía la mirada, asombrado. Había detectado su tono, y peor, su miedo.
     Paloma, avergonzada de repente, se centró en su plato.
     —Palo, cielo… —Alargó la mano hasta dejarla con suavidad sobre la suya—. ¿Qué te pasa estos días? ¿Es por lo de que…?
      —Ese cuadro no me gusta —confesó, evitando mirarle; aunque la carne hecha y rosada con un reborde anaranjado que tenía debajo, de repente, no le parecía una imagen más atrayente.
      Bernardo se hizo atrás, en medio de un suspiro.
     —Bueno, sabes que, de todos modos, lo voy a tener poco tiempo. Si mientras no lo quieres ver, lo puedo guardar y…
     —No me entiendes —lo interrumpió con violencia, mirándole con suplica—. Ese cuadro…
     —¿Sí?
     —Está maldito —aseveró.
     Bernardo parpadeó, dedicando unos minutos a digerir la frase. Luego volvió a su cena como si la gravedad le hubiese encadenado el mentón.
     —Vale, puede que sea raro, pero no sé de dónde te sacas…
     —Lo he leído en Internet.
     Bernardo hinchó su comisura derecha, conteniendo la risa.
     —Cielo, ahí sólo dicen chorradas y bulos…
     —Es famoso, lo he comprobado. Entre los cuadros malditos.
      Bernardo se había quedado con las manos hacia arriba, apoyadas sobre la mesa, y los ojos muy abiertos. Su mujer decidió que aquel breve momento de guardia baja era el mejor para decirle todo lo que sabía.
     —Luego de que el pintor, James Kijek, desapareciese, el cuadro pasó a ser de sus padres…
     —Sí, lo normal… —Tras la primera afirmación, Bernardo frunció el ceño, entreabriendo la boca.
     —Al…
     —Espera, ¿te has aprendido su nombre…?
     —Al padre, Stanis, que era doctor, y murió asesinado…
     —¿…de memoria?
     —… y la madre, Mary, acabó en un psiquiátrico, donde murió por anorexia al año siguiente.
     Paloma ni había prestado atención a la pregunta, dejándole con cara de tonto.
     —Bueno, habrá alguna explicación. ¿Explican por…?
     —Después de que los Kijek murieran pasó a un promotor inmobiliario de Nueva York, Steve Haffner, que lo tuvo dos años. Luego él desapareció y su mujer y su hijo perdieron la casa, quedándose en la calle…
     —Coincidenc…
     —De ahí, parece que acabó en un almacén, donde lo encontró un marchante llamado Vince Roth, que lo colocó en su galería en el 82, dónde pasó casi tres años. El tal Roth, al poco de venderlo, murió en un accidente de coche.
      Bernardo entreabrió los labios para decir algo, pero no lo consiguió.
     —Bueno acertó al fin. Si murió después de venderlo, entonces más bi…
      —Parece que acabó en París, en manos de un coleccionista, Laurent Piajet. A los tres meses de comprarlo, su hijo murió. Poco después, su mujer lo dejó. Y él se suicidó.
     Bernardo inspiró.
     —Y luego… —Los ojos de Paloma danzaban, como queriendo ir al comedor; a por la pieza restante de su historia—. Se le pierde rastro. Se comenta que fue pasando de dueño en dueño, sin estar con ninguno mucho tiempo, y que pudo acabar en España.
      —Sí, y el último fue tan caritativo que lo donó a Cáritas… —concluyó su marido, entrelazando las manos.
      Paloma le miró a los ojos, esperanzada. Bernardo bajaba la vista, como si rezase.
      —¿Lo que cuentas es verídico? ¿Está comprobado?
     Ella asintió, entreabriendo los labios. Él dio una palmada y dejó los brazos extendidos.
       —Pues perfecto. —Sonrió—. Eso le subirá el precio.
     La sonrisa de Paloma subió hacia las comisuras, deformándose en una mueca de disgusto.
     —No me mires así —rogó Bernardo, volviendo al lomo—. A los coleccionistas les encantan esas cosas.
     Y continuó. No la había creído, o eso o no le importaba.
     Acabó primero, en apenas dos minutos; Paloma, en cambio, sólo se comió la mitad de su plato. Se le había quitado el apetito.
      Al verlo ir directamente de la cocina al salón tuvo un mal presentimiento. Al oír que descolgaba uno de los cuadro, fue deprisa a verlo.
       —Bernardo —le llamó, justo antes de entrar—, ¿qué estás…?
     Iba hacia ella, llevando el familiar marco negro. Había tenido que ponerlo del revés, tapando el lienzo.
     —Si te sientes mejor, me lo llevo, y lo dejó guardado hasta que lo vendamos. Lo que haré será contarle toda esa historia a Miguel, por lo que te he dicho…
     Ella se apartó, cabizbaja y sin decir nada. Lo vio subir los escalones, hacia la izquierda. ¿Al dormitorio, al estudio? Luego lo sabría, dependiendo de dónde lo viese.
     Bernardo bajó dos minutos después y repitieron su ritual nocturno del salón.
     —¿Dónde lo has metido? quiso saber Paloma, mirando al hueco vacío en la pared.
     —Donde no lo tengas que ver —contestó él, antes de que fuesen juntos a lavarse lo dientes y acostarse.
      Paloma ocupó su lado de la cama, sin saber si sentirse feliz… o inquieta. Estaba segura de que lo habría envuelto, seguramente con una sábana o manta, pero no lo había visto en la habitación, sobre la mesa o contra la pared. Estaría, entonces, en el estudio. O en el armario.
     Boca abajo, se apartó unos centímetros, doblando el cuello para mirar sobre su hombro izquierdo al armario empotrado, a su izquierda.
     ¿Lo habría dejado ahí, en la misma habitación donde dormían?
     La idea de no verlo más en el salón le había resultado balsámica; ahora, en cambio, la idea de dormir a metro y algo de él se deslizaba sobre su cerebro como una plaga de babosas…
     Lo mismo daba, se tumbó, apoyando la sien en la almohada, y cerró los ojos. Ya no le importaba… o eso se decía, consciente de que si seguía dándole vueltas se pasaría la noche despierta. De hecho, se pasó así un rato, ¿cuánto?, ¿diez minutos, quince, treinta? Sin llegar a dormirse, o eso le pareció.

Se notaba a sus anchas en la cama; el lado derecho del colchón estaba vacío. Desde el pasillo, le pareció oír un chorro de agua cayendo en el inodoro.
    Ella también se bajó de la cama, despacio. No quería que Bernardo la oyese.
     ¿La quería tanto como ella a él, tanto como decía? ¿Se podía fiar de él?
     Una idea incipiente se había colado en su cabeza mientras dormía: ¿Se había llevado Bernardo el cuadro del salón, como decía, para que no tuviese que verlo… o para seguirle la corriente? Porque sabía, como ella misma ahora, que no estaría del todo tranquila mientras siguiese en la casa con ella, y quizás pensaba… temía que pudiese perder el control y hacerle algo a su valiosa pintura.
     ¿Sería capaz…?
     Ella sí, desde luego. Ahora estaba segura.
    Fue derecha hacia la puerta izquierda, abriéndola de par en par. Sus vestidos largos, colgados de perchas, lo ocupaban casi todo, menos un hueco con un joyero de su abuela, varias fotos de fin de curso de la guardería y otros recuerdos. El más grande, la espada sin filo conque cortaron la tarta de su boda.
     Agarró la empuñadura de acero galvanizado, retorcida y labrada, y la levantó. No era mucho, pero serviría por si se encontraba la sorpresa. Agarró el redondo tirador derecho y lo abrió de golpe.
      Metió la espada entre los largos trajes de Bernardo, apartándolos; haciendo tintinear las perchas como campanillas. Intentó ver si había algo detrás, aparte de las cajas de zapatos y las que usaba para guardar documentos, facturas y declaraciones de hacienda. Se tensó, apretando la mandíbula; no había oído ni sentido nada, el viento en la puerta, pasos en el suelo desnudo. Hasta le parecía seguir oyendo el chorro en el pasillo.
      Una mano cayó sobre su hombro; no con delicadeza, no para apaciguarla. Se cerró con la fuerza de una garra.
       Paloma se impresionó tanto que sintió como un poco de orina mojaba la parte trasera de sus bragas, sus pupilas se dilataron y lanzó un corto grito de pánico mientras se volvía para encarar la amenaza. Con su cintura, sus brazos trazaron un arco, levantando la espada.
     Podía haber sido cualquier cosa; un intruso, un fantasma, o su imaginación. Cualquiera que necesitase pillarla por sorpresa después de situarse con sigilo tras ella. Una simple palabra, una exclamación de incomprensión, habría bastado; cualquier bronca hubiese sido mejor… que eso.
     El metal provocó un golpe sordo y tembló en sus manos. Su atacante se desplomó, con un feo golpe marcado en la sien.
     Soltó en el acto la espada y se inclinó sobre él; necesitaba verle la cara, asegurarse… aunque ya lo intuía. Se llevó las manos a la boca, sin decidirse a taparla; necesitaba gritar, aunque no daba forma al sonido.
      —Pero por qué —consiguió preguntar mientras las primeras lágrimaa le quemaban los ojos, esperando que los suyos se abriesen y la boca se moviese—. Por qué has hecho eso, ¡en vez de decírmelo…!
     Dándose cuenta de la gravedad real de su acto, se lanzó contra la mesita, a buscar su teléfono. Acababa de hacerle daño, quizás herido mortalmente, a quien más quería; y total, para nada.
     Mientras esperaba, se fijó en el armario. Estaba vacío.

—Siéntese —le indicó el guardia civil que la llevaba a la sala de interrogatorios. Era como de una película; una mesa larga en un cuarto con una sola ventana, en forma de espejo, y tres sillas metálicas, pesadas.
     —¿Cómo está? —repitió, por enésima vez, mientras la acompañaba adentro.
     —Espere aquí –le indicó, esperando a que se sentase, antes de dejarla sentada y con la luz encendida.
     Poco después, unos dos minutos, la puerta se abrió, dando paso a un hombre de unos treinta años, con una sencilla camisa, vaqueros y un vaso de plástico lleno de agua entre las manos.
     —Buenas noches, Paloma —la saludó, sentándose a su lado y tendiéndole el vaso—. ¿Tienes sed?
     —Sí, gracias —accedió, apurándolo de un trago antes de preguntar—: ¿Cómo está?
     —Bien —le dijo el hombre, sin perder tiempo en presentarse—. La verdad es que lo has hecho muy bien, llamando a urgencias tan rápido…
       Ella apretó el cuello, sin llegar a asentir.
     —¿Se va a poner bien, ent…?
     —Bueno… —El agente, ahora sabía que su interrogador, empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa—. Ya veremos. Porque la verdad, con un golpe así en la cabeza…
       Paloma resopló, apretando los párpados con fuerza.
      —¿Estás bien?
      Paloma negó. Era evidente.
     —Paloma, ¿puedes… decirme lo que pasó?
     —Fue un accidente —se apuró a contestar, llorando al sin y casi tirándose sobre la mesa—. Yo no le quería hacer daño a él.
     —¿A él? —resaltó, interesado.
     —Yo… —Inspiró—. Era el cuadro; yo estaba buscándolo…
     —¿El cuadro? —El agente se frotó el mentón—. ¿Se refiere… a uno de los que coleccionaba su ma…?
     El bebé colorado —respondió sin mirarle—. Se llama así. Yo quería… destrozarlo. Él, Bernardo, lo había quitado del salón para que no lo viese…
     —¿No le gusta ese cuadro, Paloma? —Se quedó viéndola asentir—. ¿Y por qué?
     Paloma inspiró, con las manos bajo el borde de la mesa. Cerró los ojos, resignada.
     —No se lo va a creer.
     —Si no me lo cuentas, no podré. Dímelo… —Se encogió de hombros—… y ya veremos.
     Ella volvió a coger aire. Su interlocutor la miraba con paciencia; reconociendo su actitud: iba a decir eso, una locura.
       —Ese cuadro… está maldito.
       El Guardia Civil le pidió un momento y volvió, ahora con unos cuantos folios y un bolígrafo. La creyese o no, lo cierto fue que tomó muy buena nota.
     —Oh, Dios… —masculló Paloma al acabar.
    Eso digo yo.
      —Bueno, esto es todo. De momento, puede que tenga que pasar aquí la noche. Si quiere un abogado…
     —Ha sido eso.
    —¿Cómo? —Se había levantado, aunque sin dejar de mirarla.
     —El bebé, ¡ha sido por eso! exclamó, empotrando las dos manos contra la mesa—. Él me ha hecho hacerlo, ha sido…
     
  
Acabada la entrevista, el sargento Cuerda fue a ver a su superior, el teniente Fresada.
     —Ya está —le anunció, entregándole los papeles que había usado para tomar la declaración.
     —¿Y bien?
     —Un accidente, muy raro. —Ladeó la cabeza, suspirando—. Buscaba un cuadro para destrozarlo, el marido la pillo por detrás, sin que se diese cuenta, ella se asustó, se volvió con la espada y…
     —Menos mal que no estaba afilada…
     Cuerda asintió a la observación de su superior, con los ojos cerrados. No le vio apuntarle con los ojos, ceñudo.  
     —¿Un cuadro? —Fresada cruzó los brazos—. ¿Y, por qué…?
     —Se piensa… —Cuerda sonrió—. Se cree que está maldito.
     Miró hacia atrás.
     —La he dejado calmándose, antes de mandarla al calabozo. Puede… —Negó—… que haya que sedarla.
      Fresada asintió, despacio.
      —¿Qué opinas, sargento?
     —¿Yo? Que dice la verdad. —Negó—. No sé, una especie de brote psicótico o algo por el estilo. Estaba asustada y… no parece peligrosa. Puede que la acusen de agresión u homicidio en grado de tentativa con atenuantes y… La verdad, no creo ni que acabe en la cárcel., al menos mucho.
     Fresada estiró el cuello.
     —¿Te ha dado… los detalles del cuadro?
     —Ajá. Nombre, descripción, las… pruebas de que está maldito…
      —Bien, me gustaría… que te pases por la casa, lo busques y… —Se rascó su corto bigote canoso—. Cuando tengas un hueco, investigues esos… datos.
     Señaló a los papeles.
     Cuerda parpadeó primero, luego le miró como si le hubiese pedido que se fuese volando a la luna.
     —No me mires así —le recriminó su superior, sonriendo con sorna—. Si ha sido algo psiquiátrico, servirá como prueba. Habrá que tenerlo en cuenta para procesarla. Y, si la obra es valiosa, y hay algún tipo de disputa legal…
       Cuerda asintió. Sí, era mejor no dejar rastros por seguir.

—Pasa —le pidió Fresada dos días después, al verle dirigirse a su despacho con una hoja en la mano—. ¿Has terminado lo que te pedí?
     Cuerda asintió.
      —Es canela fina, señor.
     Fresada señaló a la silla frente a su escritorio, deseando escucharle.
     —Resulta… que la historia de la mujer es verdad. Todo lo del cuadro.
     El teniente bajó la frente. Bernardo Fernández se había estabilizado, pero seguía sin recuperar la consciencia. Su mujer había quedado en libertad con cargos, alojándose con un familiar. Se le había impuesto como condición no volver a la casa.
     Allí, en el estudio, encontraron el cuadro.
     —Y… algo que indique…
     —Bueno, la mayoría de páginas sobre cuadros y objetos malditos se limitan a los detalles morbosos, a decirlo por encima. Pero, yendo paso por paso…
     Cuerda miró la hoja. El siempre era riguroso.
     —¿Era un cuadro maldito?
     Cuerda sonrió.
     —Maldito no sé. Pero gafe…
     Empezó la lista.
     —Bueno, ya conoce la historia del artista, James Kijek, un niño prodigio que fue degenerando hasta que se fue. El cuadro fue su última obra. —Hizo una pausa—. Se dice… que el padre, Stanis, fue el que más le apoyó en su trabajo.
      Fresada asintió.
      —Pues bien, el padre, pediatra, murió poco después de que pasase. —Cuerda sonrió, conformando una extraña mueca—. Fue en la cárcel. Estaba encarcelado ¿Sabe… por qué?
     Fresada se limitó a inspirar, sin separar de él los ojos.
     —Fue… por abusar de una paciente.
     La mirada del teniente se crispó.
     —¿Se sabe la edad?
     —Ocho años. El tío era pediatra.
      Fresada no dijo nada, ni se movió.
     —Lo mataron en la cárcel al saberlo. Y la mujer, que murió en un psiquiátrico… —Negó, con los ojos cerrados—. Si quieres lo que opino, fue la pena. La pena o la vergüenza; debía saberlo, o intuirlo… pero no hizo nada.
     —Si lo sabía o lo intuía, entonces…
     Fresada rozó sus dientes. Sí, sabía la historia. O al menos, él sí la intuía.
     —Y el resto de dueños…
     —Steve Haffner, el promotor que desapareció y cuya familia se arruinó. No me extraña —Rió—. Era adicto al juego, y por lo visto, tenía deudas. Unas con bancos y otras … con gente que no te embarga.
     Fresada ni se movió. Sí, supuso que fue el banco el que se quedó con la casa.
     —Respecto a Vincent Roth, de Nueva York, que murió en un accidente, se supo que iba muy colocado.
      Fresada se limitó a asentir.
      —Y el último, el francés…
      —Su hijo murió de leucemia. Ya estaba enfermo antes de comprarlo; simplemente… entró en la etapa terminal. Luego, entre eso y el divorcio, supongo… que no es tan raro que quisiese morirse.
     Acabada la lista, Cuerda vio con asombro que el teniente sonreía. No se reía, ni se sacudía, divertido. Sólo sonreía, puesto un poco de perfil derecho, como para que no le viese.
     —¿Le… —se le ocurrió preguntar—… pasa algo, señor?
     —¿Eh? —Fresada arqueó la ceja derecha, antes de sacudir la mano, desinteresado—. No, es sólo… que acabo de pillarlo a esto la gracia.
     —¿Cómo? —Había pasado de entender poco a nada.
     Fresada levantó la mano derecha y acarició con el corazón y el índice la superficie de su escritorio.
     —Lo del misterio del cuadro, lo de la maldición, acabó de entenderlo —aseguró, enderezándose para mirarla claramente—. Y es una broma de mal gusto.
      —¿Ah, sí? —Cuerda se hizo atrás.
      Fresada juntó las manos.
     —Por qué llora El bebé colorado. Un cuadro… que ha pasado por muchos dueños; dueños que sufrieron desgracia, que acabaron muriendo, dándole fama… de cuadro maldito.
     —Sí…
     —Gente que, en realidad, acabó mal ella sola, la mayoría antes de que pasase por ellos.
     —También…
      —Pues, entonces… —Fresada volvió a hacerse atrás, exhalando con desgana—. Después de ver tantas desgracias, tanto sufrimiento y tanta miseria humana; y de que, encima, le echasen a él la culpa, ¿te parece raro que el niño llore?

domingo, 30 de septiembre de 2018


¿POR QUÉ LLORA EL BEBÉ COLORADO? -1º PARTE


Eh, Palo, ven aquí un momento.
     La voz de Bernardo le llegó desde la entrada de la casa de campo, seguida de un sonido de arrastre pesado. Su mujer suspiró, sabiendo de sobra lo que significaba: Había comprado otra cosa.
     Acudió a recibirlo brazos en jarra y con una mirada severa, pose que, pese a su escuálida silueta, sabía que le imponía bastante. En el umbral, el corpulento Bernardo se irguió, arrugando su cara como un pañuelo usado al sonreír, antes de cerrar la puerta empujándola con el talón. Sostenía su última adquisición por el borde superior con las dos manos.
     —No he podido evitarlo —le aseguró, a modo de excusa—. Lo tenían en un escaparate de Cáritas, tirado de precio.
     —Pues, sólo por eso, no valdrá…
     —No te creas; he comprobado que es original, y no reconozco la firma. Si lo identifico, y es alguien reciente, a lo mejor, en unos años…
     Paloma suspiró por la comisura derecha. Era la curiosa afición de su marido: comprar arte o, mejor dicho, especular con el arte.
     A Bernardo, dueño de un concesionario de Renault del que podían vivir los dos (ella era maestra de infantil y, no se engañaba, su sueldo no le hacía sombra ni a la planta del pie) le gustaba comprar baratos cuadros de artistas modernos en alza y obras menores no muy caras de autores famosos, esperando que el mercado las revalorizara. Desde que supo de su afición, le decía a su mujer que, algún día, le gustaría tener una colección para un museo, tipo el Thyssen.
     —Pero, de momento, me conformo con hacer caja con algún Eduardo Arroyo o Luis Gordillo que caiga, con mucha suerte —refunfuñaba, bajando afligido la frente.
     Ahora era Paloma la que bajaba la vista, para ver la pintura. Habían tenido el detalle de embalársela en papel marrón, marco incluido. Era rectangular, y no muy grande, de en torno a sesenta por treinta. Consiguió que arrugase la frente.
     Podría ser un retrato
     Un estilo anticuado, en opinión del experto de la casa, que ya casi no salía rentable, menos si el autor era muy famoso.
     —Bueno, ¿y puedo…?
     Ella, desde luego, no era una desentendida en arte; simplemente, le parecía que cambiaba demasiado, como las modas. Eso y que se resistía a pensar que las obras abstractas, que se suponía representaban los sentimientos personales en imagen, quedasen reducidos por los críticos a puñados de garabatos por los que se pedían disparates, por bonitos que fuesen.
     —Ahora. Vamos a la galería.
     El salón de su casa, pequeña pero sumamente lujosa, era totalmente blanco, para poder resaltar la decoración. El sofá era rojo vivo, la mesita de vidrio negro, y el mueble para el televisor de teca oscura. De las paredes, alineados en fila, pendían los clavos, destinados a hacer de la sala la galería de los Fernández—Lasheras. El mayor temor de Bernardo eran los ladrones, por eso había tenido la precaución de colocarlos sin ningún orden y enmarcados de la forma más barata, casi chapucera, posible. Confiaba en que así si, dios no quisiese, algún día les visitaba un intruso, pensaría que, aparte de un par de obras barrocas que podían pasar por imitaciones, las imágenes expresionistas, figurativas y abstractas eran regalos de un chiquillo de cinco años. Una idea que siempre fruncía las comisuras de Paloma.
      Dentro de poco, tranquila
      El salón tenía espacio para colgar hasta doce cuadros, la mayoría en la pared del fondo, diseñada por eso libre de ventanas, lo que siempre hacía que la sala fuese más oscura de lo corriente. En aquel momento, sólo seis estaban ocupados.
     Bernardo lo apoyó sobre el sofá, dándole la espalda, y desgarró el papel, dejando a la vista un marco de madera pintado de negro y el dorso blanco del lienzo.
      —Bien, ¿preparada? —le preguntó él, colocándose de lado lo justo para mirarla.
     Qué remedio.
     Asintió, cruzada de brazos. Bernardo, con una sonrisa torcida en la boca, se volvió. La primera acción de Paloma fue inclinarse para verlo bien.
     —Vaya, es…
    —¿Crees que he acertado? —le preguntó, entusiasmado.
     Silencio, necesitaba estudiarlo bien, identificarlo; antes de darle su juicio. No era, desde luego, lo habitual.
     A primera vista parecía algo abstracto, o hasta surrealista, hasta que se empezaban a identificar los elementos uno a uno. Había un cuerpo principal con algunos adornos ocupando todo el lado derecho y parte del centro, con un fondo naranja del que bajaba una pendiente elíptica verde hasta un suelo del mismo color. A Paloma le costó deducir que eran un cielo naranja y un suelo verde; algo no tan raro ni onírico si se asociaba al atardecer y a una loma. En la esquina inferior izquierda, sobre el verde, seguramente elegido por ser de color más claro, estaba el rayano retorcido de la rúbrica.
     De ahí pasó al elemento principal, de color azul oscuro y textura arrugada, con dos extensiones estrechas en primer plano acabadas en manchas de color rosa pálido, casi blanquecino. Manchas de una forma muy concreta.
     Paloma se levantó para verlo de pie, reconociéndolo por fin. Era un niño, un bebé, vestido con un bodi y las manitas sobre el regazo. Lo único normal del dibujo.
      Paloma inspiró, un sonido ansioso, al ver la cara, cuya mitad superior, nariz y ojos, estaba cortada por el final del lienzo. Era una cara de bebé, de mejillas anchas, labios gruesos para chupar de pecho y barbilla pequeña, con esa papada distintiva que sólo tienen los menores de dos años. Pero, en contraste con las manos, su piel era de un rojo suave, como el de la carne escaldada, y tenía la boca abierta; una apertura negra con una minúscula lengua carmesí que recreaba maravillosamente un grito.
     Durante la asimilación, se olvidó de que Bernardo todavía esperaba su respuesta.
     —Está muy bien… —reconoció.
     Hasta que ves lo que es, Dios.
     —Sí, te lo había dicho. —Fue con él en las manos hacia ella, dándole un beso en la boca—. Una de esas cosas que se encuentran por casualidad.
      Se volvió, yendo a la pared frente al sofá, dejándolo entre un Neuhaus en la pared derecha y el Viais sobre la tele, mirándolos.
      —¿Oye, has visto…? —se le ocurrió preguntarle, mientras veía cómo quedaba.
      —¿El bebé que llora? —se volvió Bernardo, con indiferencia—. Sí, me parece que transmite mucha… fuerza.
      —Sí…
     Era raro; supuso que le había atraído porque no era exactamente un retrato. Ella misma había visto ciertos cuadros expresivos capaces de contagiarle la desesperación, la pena y, entre ellos, la esperanza, de las figura retratadas. Nada de lo que le podía hacer sentir aquella imagen.
     ¿Por qué… le habrá quitado los ojos?
     Bernardo había sacado el móvil de su chaqueta azul marino, apuntando a su última adquisición. El flash siguió a la primera foto. Luego se arrodilló, haciendo dos todavía más de cerca. A la firma.
     —Bueno, voy a ver de identificarlo —le anunció, quitándose la chaqueta y dejándola sobre la silla de acero de la mesa a su derecha, pasando de largo por su lado—. Enseguida vengo.
     Ella asintió, oyendo sus pasos alejarse por los siete peldaños hacia el primer piso. Ella seguía mirándolo.
     ¿De verdad pensaba eso? ¿Qué estaba muy bien, que lo que transmitía era... fuerza?
     Sí, era un cuadro muy expresivo; de los de artistas genuinos. Se notaba que el autor o autora había puesto su alma para representarlo.
      ¿Pero qué?, se preguntó. ¿Qué intentaba trasmitir? La imagen, esos colores
     La idea de un niño sufriendo, quizás solo, como parecía, era horrible; sus impulsos inmediatos eran decirle que se calmase, cogerle, susurrarle mientras curaba sus heridas.
      ¿Heridas?
     Se acercó, con sus ojos enganchados al color anormal de su piel como moscas a la miel.
      ¿Se supone… que está herido?
       Estaba llorando, eso desde luego; aunque sin lágrimas.
     —He llamado a Miguel —su amigo marchante—, y a Lore —una amiga que había estudiado arte—, y les he mandado por correo las fotos. Puede que para mañana ya sepamos lo que es.
      —Vale…
      —¿Qué, te ha gustado...? —se le acercó la voz desde detrás.
     Paloma se contrajo con violencia, al sentir su mano sobre el hombro.
      —Perdón —se disculpó él, levantando las dos como si le apuntase con una pistola.
      —No, tranquilo —se calmó ella, por su lado.
      Y era verdad; no era para nada culpa suya. Puede que no le gustase, que le horrorizase… pero no podía dejar de mirarlo. Tanto que se había olvidado de que seguía con ella.

Esa noche, le anunció que tenía buenas noticias para la cena. Paloma, que no creía que hubiese tenido tanta suerte como para conseguir dos cuadros seguidos, se imaginaba sobre qué.
     Miguel me ha llamado antes de salir —explicó mientras enrollaba sus espaguetis con salsa boloñesa y queso padano rallado—. Cree que ya sabe el nombre del cuadro y su autor. Y he llamado luego a Lore, que lo ha comprobado y dice que sí, que puede ser.
      Paloma terminó de succionar un espagueti.
     —Muy bien. —Se limpió con su servilleta—. ¿Y es…?
    —Es de un artista americano de los ochenta, James Kijek. No me explicó cómo acabó aquí. Parece que fue un niño prodigio, empezó con paisajes, luego hizo retratos…
     —Como Picasso, más o menos —dedujo ella, apreciando la progresión hacia lo abstracto.
     —Sí, más o menos… aunque peor.
     Bernardo se giró en la silla, orientándose hacia el salón.
      —Ese cuadro… —Señaló con el tenedor, como queriendo ensartarlo—… lo pintó de adolescente, nada más cumplir los diecisiete, en el ochenta y ocho. Fue el último. Por lo visto, sufrió una especie de depresión muy fuerte o algo en el mismo periodo. Cuando acabó, parece ser que se fue de su casa y…
      Bernardo se encogió de hombros, ahorrándose el No se supo más de él.
      Paloma asintió, esperando enmascarar lo poco que le gustó saberlo.
      —El propio cuadro tiene su historia —siguió Bernardo—. Su nombre se sabe porque Kijet lo dejó escrito en un trapo, un trozo de tela sucio que usaba para limpiar, en su caballete. Se llama El bebé colorado.
     Paloma contrajo la garganta.
     —Qué original –dijo en voz alta, sin poder reprimirse—. Un poco más y sería Bebé colorado llorando.
     —Exacto, tú lo has dicho —asintió él despacio, admirado—. Es la gracia que tiene.
     —¿La gracia?
     —Sí. —Bernardo tragó, bebió un sorbo de agua y se limpió los labios—. Es el misterio del cuadro: por qué el bebé está llorando.
      Paloma lo miró, parpadeando una vez.
     —Es…una especie de misterio, como lo de de qué se ríe La Mona Lisa o por qué grita el de Munch.
      Paloma sintió que, si hubiese tenido la boca llena, se habría atragantado.
     —Vale… —Desvió la mirada—. ¿Y se sabe…?
      —Nadie lo sabe. Lo importante de este cuadro es que es muy poco conocido, y raro. No es de un gran maestro ni nada así, pero, para el interesado adecuado…
     Paloma hubiese preferido que lo dejase en el aire, le bastaba con saber que bastante. Pero Bernardo no se resistió y, cuando dijo que mínimo veinticinco mil, casi regurgitó como una canaria.
     Al acabar, cada uno recogió su plato y sus cubiertos. En su casa ni tenían que preocuparse por fregar porque tenían el lavavajillas y platos de sobra para eso. El chalet estaba ubicado a las faldas del Carrascal Negro, desde donde se podían ver los montes de Tibi y Jijona; una imagen inspiradora. Bernardo ya vivía ahí antes de que se conociesen; Paloma había pensado más de una vez si eligió el sitio por sus connotaciones artísticas: las pocas ventanas parecían cuadros en sí mismas. Aunque, lo que también pensaba, y no pocas veces, era que su marido quiso ser pintor o algo por el estilo, pero no tenía talento ni técnica suficiente, conformándose, por ello, con lucrarse con las obras de otros
     Fueron a ver las noticias juntos, acabando el día con la información deportiva. Las series y películas de la noche podían ser entretenidas, pero estaban cansados y tenían que madrugar.
     —Y eso que aún no han cambiado el horario —solía lamentarse él al respecto.
     La atención de Paloma esa noche, sin embargo, no estaba en los avances judiciales del enésimo caso de corrupción política, de un atentado suicida en Irak ni en un accidente múltiple con tres víctimas en la M—30; no en la tele sino en la tela a su derecha; con su figura vestida de azul de manos sonrosadas y cara enrojecida.
     Conque hay que saber por qué lloras. ¿Y me lo vas a decir?
     Dedicó un lapso de treinta y siete segundos seguidos a mirarlo. Bernardo, distraído, no se dio cuenta.
     Se acostaron, cada uno en su lado de la cama, abrazando un extremo de la larga almohada común. Era normal que uno de los dos amaneciese a la mañana siguiente abrazado al otro, pero solían reservarse las caricias genuinas para el fin de semana.
       Esa noche, sin embargo, mientras Bernardo respiraba suavemente de lado, Paloma mantenía la almohada bajo su cabeza, las manos extendidas y los ojos cerrados. Estaba cansada, y la quietud de fuera la ayudaba a relajarse, pero no podía dormir. ¿Por qué?
     Empezó a darse cuenta de que fuera no todo era silencio. En el patio tenían un eucalipto, que hacía crujir sus hojas con el viento. Y, estando en el monte, no faltaba el canto de los insectos y hasta el grito ocasional de algún búho; todas cosas que sabía que estaban fuera y, por algún motivo, esa noche a ella le preocupaba oír algo, lo que fuese, dentro; con ellos.
     ¿Qué te pasa, chica; tienes miedo de que entren a robar? ¿De que ese… cuadro atraiga a los ladrones?
     No fue capaz de responderse, limitándose a apretar los párpados.

Paloma acabó definitivamente a las seis, yendo tranquilamente a comprar algo de comida y lejía y volvió a su casa conduciendo despacio. Despacio, pero ansiosa.
       Estaba cansada, aunque segura de que consiguió dormir algo la noche anterior; tan segura como de que no fue todo lo que debería. Se había sentido nerviosa, por algo.
      No, no creo que sea el cuadro…
     Por si fuese poco, la clase de los Conejitos había parecido más la de los periquitos: llevaba el llanto de siete niños distintos clavado en los tímpanos, cada uno por un motivo. Mario se había caído al suelo mientras corría, Lucía se había mordido el labio sin querer, a Lore no le salía la figura de plastilina, Pablo y Alonso se habían peleado por un juguete, a Almu parecía que algo le había sentado mal y Carlos, simplemente, estaba cabezón.
      Los niños lloraban, claro estaba; lo sabía ahora y lo sabría por siempre. Llevaba tiempo pensando en decirle a Bernardo que era la hora del bebé; quizás ese mismo fin de semana sería un buen momento. Les iba bien (y mejor si él no se gastase tanto en cuadros), y ya llevaba mucho tiempo esperándolo. Y era por motivos que ella entendía, y sabía aliviar.
     ¿Pero por qué lloras tú?, se dijo, al pasar por el salón para quitarse la chaqueta. Ese color, ¿es porque estás desollado?
       Se quedó, como el día anterior, mirándolo varios segundos; luego se acercó hasta estar frente a él. Levantó la mano derecha y apoyó el índice en el borde superior de la cara, bajándolo con suavidad hasta cruzarle la boca.
      ¿Qué sintió? Nada; sólo era una pintura. ¿Esperaba otra cosa?
     Pensar en eso le hizo dar un paso atrás; ni lo sabía ni estaba segura de querer saberlo. Puede que el cuadro no fuese una belleza, pero ya había visto otros así en su salón; la mayoría peores, con peor técnica o que le sugerían imágenes más repulsivas. Pero aquel…
     Salió del salón, a ocuparse de sus cosas. No volvió a verlo hasta antes de acostarse, consiguiendo prestar atención al presentador de Cuatro y no a él.

—¿Has pensado cuando lo vas a vender? —le preguntó en cambio ese sábado por la tarde.
      —Pues… —Levantó la frente, parecía que a punto de tumbar el sillón de espaldas—. He hablado con Miguel; puede que en un mes, si encuentra comprador…
     —¿A comisión? —inquirió.
     —Depende… La única forma de sacar el máximo sería anunciándolo internacionalmente, por internet o con una subasta. Así podríamos rebasar el precio máximo.
      —Vale.
     No le dijo que lo que quería era quitárselo cuanto antes de encima y, por suerte, él no se dio cuenta.
     Esa noche, a petición de ella, hicieron el amor. Se tumbó, otra vez de espaldas, mirando un poco a la oscuridad del techo, intentando distinguirla de la del resto del dormitorio, antes de cerrar los ojos.
     Paloma siempre había sido un poco nerviosa, aunque era la primera vez que le costaba dormir. Llevaba así cuatro días, desde…
     Rebufó, confiando en que Bernardo ya se hubiese dormido. Sí, era desde que tenían al dichoso Bebé Colorado, pero también era verdad que los niños habían estado particularmente revoltosos, había tenido que allanar una verdadera montaña de papeleo en la guardería y su ansiedad había aumentado al pensar en lo que habían hecho… y en lo que vendría después.
      Esperaba que el cansancio acumulado y la actividad de la noche la ayudasen a dormir. Y a soñar.
      Empezó con los sueños artificiales: imaginando. Cómo sería, que lo que acababan de hacer lo había conseguido.
      ¿Niña o niño? ¿Importa; prefiero uno de los…?
     Le pareció sentir algo dentro de ella, como anunciando la concepción. Sonrió, satisfecha.
     ¿Cómo será? ¿Castaño claro como yo, moreno como Bernardo, o algo entre medias? ¿Y será más alto o más bajo?
     Lo veía, creciendo en sus entrañas, formándose hasta rebasar la barrera de los nueve meses. La cabeza redonda sobre un cuerpo pequeño, apoyado sobre cuatro miembros rollizos y cortos.
    Y se reirá, me llamará mamá… y llorará.
     Casi le pareció oírlo, haciéndola sonreír.
     Para decir que tiene hambre, que hay que sacarle los gases, cambiarle el pañal…
     Y no paraba de llorar.
     Paloma intentó retener su imagen en la cabeza, donde pudiese verlo, conservarlo. Mientras los llantos crecían, la figura de su bebé empezó a perderse.
      ¿Qué…?
     Lo vio desaparecer, angustiada … No, seguía allí, pero tapado; por una figura también pequeña pero más grande, que llevaba un amplio vestido colorido. Un babi de colores. Y había otro, y otro al lado, una docena de niños y niñas unos junto a otros, llorando a coro; tan alto que su cabeza tembló como gelatina…
     Al abrir los ojos, reconoció la mesita a la izquierda de la cama. La ventana estaba entreabierta, y Bernardo, frito del todo. Se incorporó un poco. Se había formado una película de sudor sobre su frente.
     ¿Qué ha sido eso? ¿Una señal? ¿Un presagio? ¿Voy a ser la madre de los veinte hijos?
     Intentó reírse, la única forma que se le ocurrió tanto para calmarse como para negar esa posibilidad. Quería uno, o dos o tres, pero no tantos; y en realidad, sabía bien lo que representaba ese sueño. Se frotó los ojos. Eso sí era llevarse el trabajo a casa. Había convertido a los Conejitos en fantasmas acosadores.
     ¿Y vosotros, pequeñines, me vais a decir por qué lloráis? 
     El sueño dejó de hacerle gracia, mientras se tumbaba de lado sobre la almohada, tardando casi media hora en dormirse, a base de mantener los ojos bien abiertos y los oídos alerta. La casa estaba vacía, no se oía nada en los pasillos ni nada se movía en la planta baja. Simplemente, quería dormirse estando segura de eso.

El lunes, Paloma podía hacer muchas cosas. Limpiar un poco el salón, poner una lavadora, hacerse la prueba de embarazo pasados dos días o no hacer nada. En vez de eso, se fue al ordenador del estudio de Bernardo, al que acudía a buscar nuevos libros infantiles que mereciesen la pena, enterarse del estado de la comunidad educativa u oír alguna canción que le gustase en YouTube. Pero no esa tarde.
     Le dedicó dos días, queriendo asegurarse, antes de sacarle el tema a Bernardo. No quería parecer una obsesa, o peor, una loca.
      Aunque no se acordaba bien del nombre del autor, sí se sabía, y bastante bien, el de la obra y, aunque seguramente hubiese acabado antes metiéndolo en Google, empezó por otro tema.
     Lo que escribió en la pestaña del buscador fue Cuadros Malditos.
     Vio cuatro páginas distintas, buscando ver cuantos más mejor, y aunque había muchos repetidos, la verdad era que no se esperaba tantos. Ni con esas historias.
     Uno particularmente desagradable se llamaba El hombre angustiado, y se parecía bastante al tono de piel de su bebé desollado. El texto mencionaba que el autor, un perturbado mental, uso su propia sangre para pintarlo, cosa que no la tranquilizó; como que sus propietarios, la familia Robinson, dijesen oír gemidos y gritos de angustia cerca de la pintura.
     Pero, lo que de verdad asustó a Paloma, de mente abierta pero racional, de la sucesión de leyendas urbanas e historias de terror, fue otra cosa: la cantidad de supuestas pinturas malditas donde salían niños.
      Un retrato de una niña rubia vestida de blanco, llamado Cartas de Amor, en Austin Texas, provocaba malestar y sensación de enfermedad a los que lo miraban, que decían, aseguraban, que la niña levitaba. Había una colección completa de ellos, los 27 Niños llorando del genovés Bruno Amadio, que se decía provocaban que las casas de sus dueños se incendiasen, quedando como únicos objetos supervivientes al fuego. Se decía que la única forma de evitarlo era regalar un cuadro a una persona que ya tuviese uno, porque sólo se evitaría colgando un cuadro de niño junto a otro de niña.
      Pero no fue hasta la cuarta página que sus vértebras se tensaron contra el respaldo de la silla. Ahí estaba. El bebé colorado, de James Kijek.
        El artículo empezaba Se cree que los que intentan resolver el misterio de esta obra (por qué llora el bebé) acaban siendo víctimas de la desgracia. Luego empezaba con la introducción. Kijek, el autor, fue un niño prodigio de la pintura, incentivado, por lo visto, por su padre, Stanis Kijek, un reputado pediatra de origen polaco. Ya en la adolescencia, y como dijo Bernardo, el autor lo pintó durante un cuadro grave de depresión…